jueves, 11 de noviembre de 2010

No necesitamos un “Pacto de la Moncloa”



En forma recurrente se plantea que lo que nos hace falta es un “Pacto de la Moncloa”.
Si bien la asociación con un acuerdo interpartidario e intersectorial tal como el ocurrido en la España post franquista es una clara señal de diálogo y consensos, tal concepto no es aplicable a nuestra realidad.
Veamos los hechos históricos: el 20 de noviembre de 1975 moría Francisco Franco. Lo sucedería como Jefe de Estado el Príncipe Juan Carlos de Borbón, restituida la monarquía por decisión del “caudillo” quien ejerció como “regente” de la corona hasta su muerte.
Si bien Juan Carlos heredó los “poderes fácticos” absolutos con los que había gobernado “el generalísimo” durante 36 años, recién pudo designar a su propio primer ministro – Adolfo Suarez – en Julio de 1976. Suárez legalizó a los partidos políticos (con la excepción del Partido Comunista que lo sería el Viernes Santo de abril de 1977) y declaró una amplia amnistía.
Las primeras elecciones democráticas recién se celebraron el 15 de junio de 1977. Esas primeras “Cortes Democráticas” se constituyeron  en Asamblea Constituyente y redactaron la Constitución española que fue aprobada por referéndum el 6 de diciembre de 1978.
Tres largos años tuvieron que pasar entre la muerte de Franco y la sanción de una Constitución que regulara la vida institucional española.
En el “mientras tanto”, una fuerte crisis económica sacudía a España. En 1977 se verificó una inflación del 47%, se fugaban capitales por la inestabilidad política, huelgas generales se repetían constantemente y la ETA incrementaba sus acciones terroristas.
En este marco, se suscribieron los Pactos de la Moncloa (uno político y otro económico) el 27 de octubre de 1977.
Los acuerdos económicos consistieron en:
1)    Aceptar el despido libre hasta el 5% de la plantilla de personal de las empresas privadas,
2)    No incrementar salarios en más del 22%
3)    Se devaluó la peseta (en concordancia con la inflación y los aumentos salariales)
4)    Se reformó el sistema tributario
En lo político:
1)    Se eliminó la censura de la prensa
2)    Se abrió la información del Estado a la oposición
3)    Se aprobaron los derechos de reunión y asociación política
4)    Se incluyó en el código penal el delito de tortura
5)    Se despenalizó el adulterio
6)    Se restringió la jurisdicción penal militar
A la luz de estos contenidos, es clara la precariedad de la transición española entre 1975 y 1978. Y todavía faltaría llegar a sus mayores “pruebas de fuego”: el golpe militar (o “tejerazo”) del 23 de febrero de 1981 y el acceso al gobierno del PSOE (después de 50 años) en 1982.
No se puede comparar la situación argentina del 2010 con la española de 1977.
Argentina tiene normalidad institucional plena desde la reforma de 1994 (aprobada por unanimidad) y cuenta con una consolidada división de poderes, ley de partidos políticos, independencia del Banco Central y absoluta sujeción del poder militar a la autoridad civil.
Plantear la “necesidad de un Pacto de la Moncloa” es desconocer la realidad histórica que generó en España la necesidad de establecer acuerdos mínimos que rigieron hasta la sanción de una Constitución del Estado. En nuestro caso, necesitamos acordar sólo algunas políticas de Estado básicas y poner en funcionamiento pleno las instituciones existentes.
El acuerdo más importante tiene que pasar por la reconstrucción de los partidos políticos. Esa es la mayor enseñanza que nos dejó la transición española. Por eso es que hoy se verifican en España 2 grandes partidos nacionales: uno por centro-izquierda – el PSOE y otro por centro-derecha – el PP – con el acompañamiento de algunos partidos regionalistas (el Partido Nacionalista Vasco, Convergencia y Unión Catalán, el Partido Popular Gallego y otros) que están en condiciones de alternarse en el poder y representar ideologías y programas con identidad y arraigo en la mayoría de la población.
Hablar de los “Pactos de la Moncloa” sin entenderlos como un paso transitorio en la construcción de grandes colectivos nacionales, es contar la parte menos trascendente de la historia e inducir al error.
Nosotros deberíamos dejar sin efecto las afiliaciones anteriores al 2001 y lanzar un proceso de re-afiliación y reorganización partidaria que permita volver a las internas cerradas y voluntarias (exactamente lo opuesto a las abiertas y obligatorias).
Es un deber central de las agrupaciones políticas el seleccionar a sus candidatos para las elecciones locales, provinciales y nacionales, especialmente el/la candidata/a a Presidente/a de la República. Si se equivocan, la ciudadanía los castigará en la elección general.
Para la salud de la democracia es importante que un mínimo de 10% de la población – en Argentina 4 millones de personas – estén muy involucradas en la vida política – es decir, sean afiliados y militantes -. El otro 90 % puede ser adherente, simpatizante u ocasional votante.
En la propia China comunista – con un Partido Único – se cumple este porcentaje de activismo político.
España fue un claro ejemplo de la posibilidad de fracturarse y enfrentarse en forma muy sangrienta (guerra civil con un millón de muertos) por extremar sus diferencias ideológicas.
Su correctivo no es ignorar las ideologías, sino practicarlas con un espíritu moderado y dialogante que permita la convivencia y la alternancia basadas en el respeto de los mismos valores básicos.
Si seguimos discutiendo esos valores básicos (como el ejercicio de la Libertad de Prensa, de la libre afiliación sindical, de fomentar y no de gravar las exportaciones, de practicar la excelencia educativa desde el Estado, organizar partidos políticos sólidos, etc.)), nos mantendremos en forma permanente al borde de la guerra civil y no podremos construir todos juntos una Nación común y una ciudadanía compartida.

Diego R. Guelar

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